Amaba el mar, este muchacho escocés rebelde. La aldea pesquera de Ardrishaig era su hogar, y los pescadores, sus amigos. El mar se ponía salvaje cuando el viento soplaba fuerte, como el propio joven Chalmers. Respiró el aire de mar y se preguntó que yacía más allá de las olas ondulantes. Más tarde, cuando el llamado de Dios al servicio misionero tocó su corazón, pasó muchos días peligrosos en el mar para buscar a pueblos que nunca habían escuchado la historia de Dios.

Chalmers tenía dieciocho años cuando se convirtió a Cristo en una reunión de evangelización dirigida por dos predicadores irlandeses. Chalmers había asistido con amigos para disolver la reunión, para burlarse de los zelotes, para molestar a los tímidos que buscaban paz en la religión. Tal vez la pesada lluvia esa noche suavizó la temeridad de los jóvenes, pero Chalmers escuchó y creyó. El mensaje provenía de Apocalipsis 22:17: «Y el Espíritu y la Esposa dicen: Ven». Era una invitación para hacer de su corazón la morada de Dios; Chalmers aceptó con alegría. «Yo estaba sediento y fui», dijo más tarde. Unos años después, recibió entrenamiento pastoral y una comisión de la Sociedad Misionera de Londres para servir en las Islas del Pacífico. Chalmers y su esposa, Jane Hercus, estaban de pie a la orilla del agua en Nueva Guinea. De pronto, una muchedumbre de guerreros pintados los rodeó y les exigieron regalos y armas.

Chalmers conocía el peligro, ya que se había vuelto parte del mundo en el que matar era reconocido, donde los guerreros les arrancaban la nariz a sus víctimas de una mordida como señal de triunfo y donde comer carne humana era común. Si esos peligros no eran suficientes, las aguas estaban infestadas de serpientes y cocodrilos, y toda la zona llena de malaria y fiebres.

—Dennos hachas, cuchillos y cuentas o te mataremos a ti, a tu esposa, a tus maestros y a sus esposas —dijo el líder, listo para golpear con su macana de piedra.

—Pueden matarnos —respondió Chambers—. Pero nunca les damos obsequios a las personas que nos amenazan. Recuerden que solo hemos venido para hacerles bien.


La muchedumbre retrocedió y amenazaron con regresar al amanecer. Los misioneros vinieron a Nueva Guinea con oraciones diarias por supervivencia y conversos. Pero en esta noche en particular, mientras esperaban el amanecer, la supervivencia era la principal preocupación del pequeño grupo.

Dentro de sus aposentos, Chalmers le preguntó al grupo: «¿Qué hacemos? ¿Los hombres se quedan, las mujeres escapan? El bote es demasiado pequeño para todos nosotros». Jane respondió: «Hemos venido aquí para predicar el evangelio. Nos quedaremos juntos». Las esposas de los maestros estuvieron de acuerdo: «Vivimos juntos o morimos juntos». Oraron, y poco a poco se quedaron dormidos. Chalmers escribió esa noche en su diario: «El Espíritu y la Esposa dicen: Ven. Vinimos por tu voluntad a esta tierra para dirigir a estas personas miserables a la misma Fuente purificadora, refrescante y sanadora. Protégenos, para que podamos cumplir la misión». Y Dios los protegió.

Durante diez años, Chalmers y Jane ayudaron a construir la iglesia en Rarotonga, y capacitaron a pastores y maestros. Constantemente iban más allá de las iglesias y escuelas establecidas para descubrir nuevos pueblos aún no alcanzados.

En el otoño de 1877, se mudaron a Nueva Guinea, donde encontraron aldeas llenas de enfermedades, hechicería, suciedad, traición y armas. Con lentitud y paciencia contaron la historia del evangelio e hicieron clara la invitación de Dios. A menudo dormían como invitados en el dubu (el albergue principal y la sala de trofeos de cráneos humanos) de alguna de las aldeas. La mayoría de las personas que conocieron nunca habían visto piel blanca. Chalmers se presentaba por medio de quitarse las botas negras, y así revelaba sus brazos y pecho blancos para la risa de algunos y los gritos de otros. Su nombre era Tamate, el sonido más cercano que podían hacer los nativos a Chalmers. Dondequiera que iba Tamate, la amenaza del guerrero con la macana de piedra nunca estaba lejos.

Jane se enfermó en 1878 y buscó recuperarse en Australia. Cinco meses después murió. Chalmers, quien se había quedado en Nueva Guinea, estaba devastado. Escribió en el diario: «¡Oh morar en Su cruz y abundar en compasión bendita por Su gran obra! ¡Quiero a los paganos para Cristo!».

En 1886, Chalmers regresó a Inglaterra para contar sus historias de veinte años. Allí se casó con Sarah Harrison, quien también moriría de fiebre más tarde en el Pacífico después de un servicio notable y valiente. Y Chalmers rechazó un nombramiento del gobierno que podría haber garantizado su seguridad como un misionero-diplomático. Su posición: «Evangelio y comercio, sí. Pero recuerden esto: el evangelio debe ser primero».

Chalmers regresó a Nueva Guinea en el otoño de 1887. Nunca se contentó con administrar una estación misionera; quería nuevos contactos, muy arriba de los ríos que no estaban en los mapas, por los senderos hacia el interior. En uno de esos viajes, un año después de la muerte de Sarah, guerreros armados para la piratería y el asesinato rodearon su bote cerca de la costa. Chalmers decidió, como era su costumbre, exigir una reunión con el jefe local como la mejor manera de escapar de la muchedumbre. Su joven colega, Oliver Tomkins, insistió en acompañar al veterano de sesenta años.

Juntos se acercaron al dubu de la aldea con la esperanza de que se reuniera el consejo y compartieran una comida. Sin embargo, una vez dentro, las macanas de piedra cayeron, les cortaron la cabeza a los extraños y cocinaron sus cuerpos, los mezclaron con sagú y se los comieron. El día fue el 8 de abril de 1901, en los albores de lo que entonces era llamado el «Siglo Cristiano».

Chalmers, dos esposas heroicas, y muchos compañeros de trabajo y sus familias dieron su vida para llevar la invitación del Espíritu y la Esposa a los pueblos de las Islas del Pacífico. «Y el que tiene sed, venga; y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente», decía en la Biblia de Chalmers.

Historias de mártires cristianos: James Chalmers
Categorías: Historia