Después de que sus preguntas sobre el islam la llevaron a Cristo, Aliyah se apasionó por compartir a Jesús con el resto de su comunidad somalí en Kenia. Aliyah volteó el pañuelo negro sobre su cabello oscuro y se ajustó el velo sobre su rostro. Era casi de noche, e iba a visitar a sus familiares en su antigua casa en el «Pequeño Mogadiscio», el suburbio de Eastleigh, en Nairobi, Kenia, el cual está poblado casi exclusivamente por inmigrantes somalíes. Aunque Aliyah no usaba el hiyab en su vida diaria en Nairobi, tenía cuidado de usarlo cada vez que iba a Eastleigh, especialmente cuando planeaba visitar a sus familiares. No quería atraer la atención de los secuaces del jeque local o los chismes del barrio, y el hiyab y la oscuridad la ayudaban a ocultar su identidad. Era peligroso para Aliyah entrar en el barrio musulmán ahora que se había convertido al cristianismo, pero era igualmente peligroso para ella entrar en casa de sus familiares. Apenas unos días antes, su tío le había dicho que se mantuviera alejada de sus hijos o «algo malo le pasaría». Un pariente la ha amenazado varias veces. «Tienes que morir —le dijo—. No mereces

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Poco después de la muerte de su padre, Amara y su hermano mayor abandonaron su aldea en el desierto de Somalia para vivir con su tío en la ciudad. Su familia pensó que sería un cambio positivo para la adolescente Amara tener un pariente masculino en su vida, pero no esperaban que el cambio de residencia la alejaría del islam. Poco después de mudarse con su tío, Amara comenzó a hablar con sus nuevos vecinos. Para su sorpresa, se enteró de que no eran somalíes; y eran cristianos. «Siempre me habían enseñado que todos los que no eran somalíes eran cristianos —dijo—, y que el mal que vemos en la televisión y en las películas es porque son cristianos. Cuando conocí a mis nuevos vecinos, eran diferentes. Se llamaban a sí mismos cristianos, pero no eran borrachos, adúlteros o inmorales como me habían enseñado». La familia cristiana le dio la bienvenida a Amara en su casa, e incluso compartían los alimentos con ella. Se dio cuenta de que antes de cada comida le daban las gracias a Dios por los alimentos de una manera tan informal que sonaba como si estuvieran hablando con su padre. «Era diferente de lo que

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«¡Dennos más!», exigieron los ladrones. Eran las 9 de la noche, y el equipo de distribución de la Biblia de [el pastor] Faisal estaba ansioso por llegar a casa. Después de entregar Biblias a once aldeas pakistaníes en tres días, habían tomado un atajo para llegar a casa más rápido. Pero cuando el equipo bajó la velocidad en su vieja furgoneta en un tramo de carretera lleno de baches con el fin de esquivarlos, se encontraron rodeados por una banda de ladrones de mala fama en esa parte de Pakistán. Rajehs, uno de los trabajadores que viajaba en la furgoneta, trató de razonar con los seis hombres armados mientras uno de ellos apuntaba con un arma al conductor y otro sostenía un arma contra la pierna de un pasajero. «Ya les dimos todo lo que traíamos —les dijo Rajehs—. ¿Por qué quieren matarnos?». Pero incluso mientras bajaban las ventanillas para entregar sus objetos de valor, sabía que los ladrones probablemente los harían bajar de la furgoneta y les dispararían uno por uno. —Tenemos Biblias —les ofreció Amber, de 13 años, la miembro más joven del equipo—. Por favor, tomen una Biblia. —¡No las necesitamos! —gritó uno de los ladrones, al

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Cuando Roberto Santo Gómez reflexionó sobre su vida, sintió que no había logrado mucho. Estaba vacío por dentro y su corazón, lleno de odio. Como miembro del grupo rebelde zapatista de izquierda, su trabajo consistía en quitarle a la gente su dinero, traficar con drogas y luchar contra el gobierno. Pero eso no le había dado sentido a su vida, y ahora se sentía atrapado por la «causa» zapatista. Después de considerar sus opciones, Roberto decidió que iría al norte a los Estados Unidos y trataría de ganar algo de dinero. Como muchos otros antes que él, Roberto se subió al tren que va desde Chiapas en el sur de México hasta la frontera con los Estados Unidos. Sin embargo, el viaje no fue como había planeado. Roberto se cayó del tren, lo que le valió perder el brazo izquierdo y lo dejó con múltiples fracturas. Mientras yacía en el suelo con un dolor agonizante, de repente recordó las palabras de un predicador callejero que una vez escuchó en un parque, y sus pensamientos se volvieron hacia Dios. «Dios, si existes, dame otra oportunidad —oró—. Concédeme la vida, y me levantaré y te buscaré y hablaré de ti». Dios respondió

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Jong-su se ponía cada vez más nerviosa a medida que se alejaba de la frontera de Corea del Norte en el vehículo del traficante de personas. Había cruzado el río Yalu hacia China la noche anterior, después de que su novio la amenazó con denunciar su negocio de comercio ilegal por haber rechazado su propuesta de matrimonio. Si era condenada por comercio ilegal en Corea del Norte, se enfrentaba a la posibilidad de 15 años a cadena perpetua en un campo de concentración. Aunque Jong-su también tenía un trabajo legítimo, la devastadora hambruna que comenzó en 1993, así como las deficientes políticas económicas de su país, significaban que tenía que ganar dinero adicional ilegalmente o morir de hambre. «Deja el país unos dos años», insistió su madre, con la esperanza de que Jong-su pudiera volver después de que su novio superase su enojo. Siguió el consejo de su madre, y Jong-su se dirigió a la única persona que conocía que podía ayudarla, la vecina de al lado que estaba en el negocio del contrabando. La vecina le aseguró que podía organizar llevarla de contrabando a China y que Jong-su podría vivir cerca de la frontera con Corea del Norte para

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