Chet Bitterman llegó sabiendo lo que hacía. Sabía que compartir el evangelio podría ser costoso. Podría costarle todo. Pero con toda disposición partió a Colombia para llevar las Buena Nuevas. «… con frecuencia llego a pensar que quizá Dios me llamará a ser martirizado en Su servicio en Colombia. Estoy dispuesto». Bitterman escribió esas palabras en su diario antes de que él y su esposa, Brenda, llegaran a Colombia. La devoción de Bitterman por su Salvador era clara: «Estoy dispuesto». Cuando los pistoleros entraron a la casa de huéspedes de los Traductores de la Biblia Wycliffe en Bogotá, Colombia, a primera hora de la mañana del 19 de enero de 1981, buscaban al líder de la misión, a un rehén de mayor nivel cuyo cautiverio podría ayudar de alguna manera a su causa. En su lugar encontraron a Chester A. Bitterman III, «Chet» para sus amigos. Al día siguiente, el presidente Ronald Reagan tomó posesión de su cargo y los rehenes estadounidenses abandonaron Irán tras 444 días de cautiverio. Su calvario había terminado, pero el de los Bitterman apenas comenzaba. No llevaban mucho tiempo en Colombia. Tenían todavía por delante su carrera misionera y su trabajo como traductores. Habían asistido

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Era joven y valiente, un escocés que creía que ningún ser humano, campesino o rey, era cabeza de la iglesia de Cristo, sino solo Cristo. Hugh McKail lo dijo en el último sermón que predicó el domingo antes de que todos los covenanters presbiterianos fueran depuestos a favor del episcopado de Carlos II. Sus palabras ese día fueron alimento para la gente, pero veneno para el estado. El joven pastor McKail huyó a Europa y a un lugar seguro. Prácticamente nada se sabe del nacimiento y niñez de McKail. Después de estudiar en la Universidad de Edimburgo, fue ordenado a los veinte años, solo un año después de que Carlos II hubiera rejuvenecido la monarquía tras el experimento fallido de Oliver Cromwell de la soberanía popular. Si McKail se convirtió en un combatiente es incierto, pero con toda certeza conocía a los capitanes covenanters y probablemente viajó con ellos. En noviembre de 1666 fue capturado y torturado para obtener información que aparentemente retuvo a pesar de que le clavaron una cuña de metal con un martillo en una pierna, lo cual le hizo pedazos el hueso. Un mes después, el 18 de diciembre, fue juzgado junto con otros presos y condenado a la horca.

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Amaba el mar, este muchacho escocés rebelde. La aldea pesquera de Ardrishaig era su hogar, y los pescadores, sus amigos. El mar se ponía salvaje cuando el viento soplaba fuerte, como el propio joven Chalmers. Respiró el aire de mar y se preguntó que yacía más allá de las olas ondulantes. Más tarde, cuando el llamado de Dios al servicio misionero tocó su corazón, pasó muchos días peligrosos en el mar para buscar a pueblos que nunca habían escuchado la historia de Dios. Chalmers tenía dieciocho años cuando se convirtió a Cristo en una reunión de evangelización dirigida por dos predicadores irlandeses. Chalmers había asistido con amigos para disolver la reunión, para burlarse de los zelotes, para molestar a los tímidos que buscaban paz en la religión. Tal vez la pesada lluvia esa noche suavizó la temeridad de los jóvenes, pero Chalmers escuchó y creyó. El mensaje provenía de Apocalipsis 22:17: «Y el Espíritu y la Esposa dicen: Ven». Era una invitación para hacer de su corazón la morada de Dios; Chalmers aceptó con alegría. «Yo estaba sediento y fui», dijo más tarde. Unos años después, recibió entrenamiento pastoral y una comisión de la Sociedad Misionera de Londres para servir

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Demerara era uno de los tres condados de la colonia caribeña de Guayana Británica (ahora Guyana). La esclavitud en Demerara era la regla, el modo de vida y el motor de su economía azucarera. Pasara lo que pasara allí, la esclavitud nunca debía ser cuestionada o amenazada. De los que podrían hacerlo, los misioneros eran los más culpables. La Sociedad Misionera de Londres (LMS) envió a John Smith a Guayana Británica en marzo de 1817. En Demerara tomó el relevo del reverendo John Wray, quien había sido transferido al vecino condado de Berbice. Tales transferencias ayudaban a mantenertransitoriaslas relaciones entre el predicador misionero y la población esclava. Los lazos de simpatía eran peligrosos para la economía. La primera entrevista de Smith con el gobernador Murray lo dejó bastante claro: enseñar a leer a los esclavos africanos estaba prohibido. El trabajo de la estación misionera era enseñar contentamiento, no educar, ni «insinuar nada que pudiera […] llevarlos a cualquier medida perjudicial para sus amos». En la Guayana Británica, la caña de azúcar era señor y rey. De modo que el honorable reverendo John Smith comenzó su trabajo en una de las estaciones misioneras más ingratas, húmedas y opresivas del mundo: lejos

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Su propósito era llevar a Cristo a tantas personas como pudiera para indicarles el camino del Salvador. No importaba el peligro. Dios lo había llamado a este trabajo, y lo seguiría hasta el final. Así que, empacó sus pertenencias y comenzó a trabajar en un ministerio de alcance con la Cruzada Estudiantil y Profesional para Cristo en su Bangladés natal. Redoy Roy subió rápidamente las escaleras hasta su casa a la última hora de la tarde del 23 de abril de 2003 después de bajarse de la calesa que lo transportaba. Había sido una velada maravillosa en la que habían proyectado la película JESÚS a casi doscientos aldeanos. Le encantaba observar al público y las bellas expresiones de fascinación y esperanza que aparecían en sus rostros. Y quedó aún más contento cuando la película terminó y algunos de los asistentes decidieron seguir a este Jesús, su recién descubierto Amigo y Salvador. Roy giró el picaporte, empujó la puerta de su casa alquilada y se abrió paso en la oscuridad, Antes de que pudiera alcanzar el interruptor de la luz recibió un golpe en la cara y cayó al suelo. Un grupo de musulmanes radicales enfadados lo tomaron y lo arrastraron

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