Cheryl Beckett estaba entusiasmada con la oportunidad de acompañar a un equipo médico en un viaje de servicio a varias remotas aldeas afganas. Durante sus casi seis años de vida allí, había viajado a varios lugares fuera de Kabul, pero este nuevo viaje la llevó a una zona que nunca había visitado; un área que aparecía en una de sus historias favoritas de Rudyard Kipling, El hombre que quiso ser rey. Sabía en su corazón que sería una experiencia memorable y transformadora, aunque también podría suponer algún peligro. Ciertamente, la obrera humanitaria de treinta y dos años nunca podría haber previsto que sería su última aventura en la Tierra y el comienzo de su aventura eterna en el Cielo. Hasta cierto punto, vivir en Afganistán siempre conllevaba la posibilidad de peligro; sin embargo, Beckett había sentido un llamado del Señor para servir allí dirigiendo proyectos de desarrollo comunitario. Principalmente, les enseñaba a los aldeanos a proveerse de alimentos por sí mismos a través de la jardinería nutricional, y también trabajaba en clínicas de mujeres, donde les enseñaba a madres e hijos cómo mantenerse saludables a través de sus propios medios. Cada vez que surgía la oportunidad, hablaba sobre su fe
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