Petr Jasek encarcelado con ISIS en Sudán
Sudan
Cuando el oficial de seguridad del aeropuerto me dio una palmada en el hombro (Petr) y me hizo un gesto para que lo siguiera, no pensé mucho en ello. Era el 10 de diciembre de 2015, y me dirigía a casa después de pasar cuatro días en Sudán en reuniones con cristianos para evaluar cómo VOM podría ayudar a la iglesia allá. Con mi tarjeta de embarque en la mano supuse que simplemente se me someterían a un control de seguridad adicional en el aeropuerto de Jartum.
Todo parecía de rutina hasta que el oficial extendió varias fotografías ante mí en una mesa. Miré con asombro las fotografías que me tomaron fuera de mi hotel y otras fotos mías en un restaurante donde había compartido una comida con un pastor sudanés. Claramente, había estado bajo vigilancia por la policía sudanesa desde que entré al país.
Miré nerviosamente mi reloj. Mi avión estaba a punto de despegar y yo no estaría en él. En cambio, estaba siendo acusado falsamente de múltiples delitos, incluido el de espionaje y el de entrar a Sudán ilegalmente.
PREPARADO PARA EL SUFRIMIENTO
Cuando era adolescente, mi padre me entregó un libro un día y simplemente me dijo: «Deberías leer esto». Y así fue como llegué a conocer a Richard Wurmbrand.
El libro del pastor Wurmbrand In God’s Underground [En la clandestinidad de Dios] había sido introducido de contrabando a nuestra Checoslovaquia natal por cristianos que proporcionaban ayuda a la iglesia clandestina. Mi padre ya había sufrido acoso y arresto como pastor, y mis hermanos, mis hermanas y yo fuimos acosados en la escuela por negarnos a unirnos a los Jóvenes Pioneros y usar el revelador pañuelo rojo del grupo comunista.
Mientras leía el sufrimiento del pastor Wurmbrand no podía imaginar que algún día lo conocería y trabajaría para la organización que fundó en 1967. Tampoco podía imaginar que casi cuarenta años más tarde me entregarían otro de sus libros —una traducción checa de If Prison Walls Could Speak [Si las paredes de la prisión pudieran hablar]— mientras me encontraba en una prisión sudanesa.
Cuando el pastor Wurmbrand y su esposa, Sabina, estaban lanzando su ministerio llamado Jesús al Mundo Comunista, más tarde renombrado La Voz de los Mártires, yo era el hijo de un pastor en el mundo comunista. Checoslovaquia se había convertido en un satélite de la Unión Soviética después de que los comunistas tomaron el poder en 1948, y para cuando nací, en la década de 1960, el país estaba firmemente arraigado en el Bloque Oriental.
Los pastores y sus iglesias eran cuidadosamente monitoreados, y las autoridades presionaban a las familias para que inscribieran a sus hijos en las clases de doctrina comunista. Mientras que el trabajo oficial de mi padre era pastorear una iglesia aprobada por el estado, él y mi madre entrenaban cristianos extraoficialmente a través de una red de iglesias secretas en todo el país.
Me avergüenza admitir que cuando era niño me avergonzaba la ocupación de mi padre y el hecho de que no fuera honrada por nuestro gobierno o cultura. Sin embargo, por la gracia de Dios llegué a conocer a Cristo a los 15 años. De repente, ya no me importaba lo que pensaran los demás. Hablaba abiertamente sobre mi fe, incluso en el aula. Los maestros me llamaban a su oficina, a veces para castigarme por hablar, ¡pero otras veces porque querían saber más sobre Cristo!
Aunque tanto mi padre como mi madre fueron detenidos en ocasiones debido a su trabajo cristiano, sentíamos que era un honor sufrir persecución por el nombre de Cristo (Filipenses 1:29). A pesar de la presión que enfrentamos como cristianos bajo un gobierno comunista, siempre supimos que nuestros hermanos y hermanas en otros países —países libres— estaban tratando de apoyarnos. Nunca nos faltó nada. Años más tarde, mientras reflexionaba sobre mi infancia desde la celda de una cárcel sudanesa, quedó muy claro que Dios me había estado preparando para esa palmada en el hombro en el aeropuerto de Jartum desde que era niño.
En una celda con ISIS
espués de confiscar mi cámara y mi computadora portátil, las autoridades del aeropuerto de Jartum me interrogaron durante casi veinticuatro horas. Querían saber sobre cada foto y cada persona que había conocido en Sudán. Finalmente, me llevaron en coche a un edificio que más tarde supe que era una prisión administrada por el Servicio Nacional de Inteligencia de Sudán (NISS). Los guardias me tomaron una fotografía de frente y de perfil antes de realizarme una entrevista de ingreso.
Me llevaron a una celda alrededor de la 1:30 a.m., y cuando el guardia abrió la puerta pude ver a un hombre en una cama y cinco más durmiendo en el suelo. Al entrar a la celda traté de no pisar a mis nuevos vecinos. Me di la vuelta cuando el guardia cerró la puerta de la celda. Para mi asombro, estaba seguro de haber visto esa puerta antes.
Más de dos años antes había soñado que estaba en prisión, lo cual no es tan sorprendente considerando mi trabajo con cristianos perseguidos. Sin embargo, en ese sueño vi claramente la puerta de mi celda de prisión y escuché el clic de la cerradura al cerrarse. El sueño me afectó tanto en el momento que un amigo se dio cuenta de la angustia en mi rostro a la mañana siguiente en la iglesia, y me preguntó si me sentía bien.
La puerta de mi celda en la prisión sudanesa era la misma puerta que había visto en mi sueño: era del mismo color, tenía la misma ventana en el medio y la cerradura hacía el mismo sonido cuando se cerraba. Inmediatamente me di cuenta de que mi visita a la celda de la prisión en Sudán no era una sorpresa para el Dios omnisciente al que sirvo, y el sueño que me había enviado dos años antes era un reconfortante recordatorio de su control soberano sobre cualquier cosa que pudiera enfrentar.
Los cinco prisioneros en el suelo se apretaron un poco más y señalaron hacia una tira de espacio vacío en el suelo. Me acosté, sin una manta, tratando de ignorar todas las preguntas que corrían por mi mente: ¿Cuánto tiempo estaré aquí? ¿Qué estará pensando mi familia? ¿Qué les habrán dicho?
A la mañana siguiente conocí a mis compañeros de celda, quienes de inmediato me preguntaron sobre noticias del mundo exterior. Cuando empecé a contarles sobre los recientes ataques del autoproclamado Estado Islámico (ISIS) donde habían matado a 129 personas en París, se pusieron de pie y comenzaron a gritar: «¡Allahu akbar! ¡Allahu Akbar! [¡Alá es grande! ¡Alá es grande!]». Su alegría al escuchar esta noticia me sorprendió y me asustó, así que decidí no compartir más información con ellos.
Mis compañeros de celda se volvieron cada vez más exigentes, especialmente durante las cinco veces al día cuando se requiere que los musulmanes recen. Al principio me pidieron que me parara detrás de ellos mientras rezaban para que sus ojos no tuvieran que caer sobre un cristiano. Entonces me dijeron que tenía que pararme en el baño mientras rezaban. Finalmente, me ordenaron que mirara hacia el inodoro y que ni siquiera me volviera hacia ellos.
Leían el Corán en voz alta durante la mayor parte del día, y comencé a preguntarme cuánto tiempo podría soportar el constante zumbido de los versículos del Corán sin perder la cabeza.
Aunque no tenía conmigo una Biblia en esos primeros días de mi encarcelamiento, Dios fue fiel para recordarme los versículos que había leído o estudiado en el pasado. Al parecer, cada tercer día el Señor me recordaba un pasaje particular de la Escritura.
Lo más difícil era estar lejos de mi familia y no saber si sabían dónde estaba o qué me había pasado. Rápidamente rompía en lágrimas cuando pensaba en ellos, así que me esforzaba mucho para no pensar en ellos porque no quería que mis compañeros de celda me vieran llorar.
SANTO, SANTO, SANTO
Después de unas semanas en esa celda, Dios trajo Apocalipsis 4:8 a mi mente: «Y los cuatro seres vivientes […] no cesaban día y noche de decir: Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso, el que era, el que es, y el que ha de venir». Recuerdo haber pensado, y creo que provino del Señor, que si esos cuatro seres vivientes podían decir esas palabras: «Santo, santo, santo», a lo largo de toda la eternidad, entonces seguramente yo podría lograr decirlas por un minuto o cinco minutos o una hora.
En mi mente empecé a repetir ese versículo una y otra vez: «Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso».
Al recitar el versículo comencé a enfocarme en atributos específicos de Dios. «Santo, santo, santo es Dios el sanador», y oraba por la sanidad de los cristianos que habían sido heridos en ataques en Nigeria. «Santo, santo, santo es el Dios que libera a los cautivos», y oraba por los cristianos en Eritrea que habían estado encarcelados durante más de una década. Comencé a enfocarme en la santidad y el poder de Dios en lugar de en mi propia situación.
Entonces, las cosas en mi celda cambiaron para peor.
Mis compañeros de celda dejaron muy claro que como cristiano yo era un infiel de poco valor. Empezaron a llamarme «rata asquerosa» o «cerdo asqueroso». Al principio me negué a responder. Ese no es mi nombre, pensé, y no lo dignificaré con una respuesta. Pero como no respondía, me golpeaban con un mango de escoba y me obligaban a pararme en un rincón de la celda durante horas. Entonces empezaron a darme de puñetazos y patadas.
También me preguntaban sobre la obra cristiana que estaba haciendo en Sudán. Si no les gustaba mi respuesta, me golpeaban. Mientras me abofeteaban y me pateaban, pensé en cómo los soldados romanos golpearon a Jesús con varas. Una golpiza en particular fue tan fuerte que pensé que tenía una costilla rota; un tipo de 400 libras o 181 kilogramos me pateó con los zapatos puestos, así que fue muy doloroso.
A pesar del maltrato físico, me di cuenta de que Dios estaba realizando un milagro. ¡Tenía paz! Incluso podía pensar en mi familia y orar por ellos sin romper en lágrimas. ¡Dios estaba conmigo!
Mis compañeros de celda pronto aumentaron la presión sobre mí. Uno de ellos afiló lentamente el borde de una placa de metal mientras amenazaba con cortarme la garganta. También intentaron torturarme con agua porque, dijeron, la República Checa había cooperado con los Estados Unidos para torturar con agua a varios musulmanes.
Mientras juntaban agua para verterla sobre mi cara y se preparaban para atarme, un guardia que había escuchado sus planes abrió la puerta de la celda y me trasladó a otra. Creo que ese guardia fue enviado por el Señor para salvar mi vida ese día.
OTRO MES EN PRISIÓN
El día 10 de cada mes, lo cual marcaba otro mes desde mi arresto, luchaba con el desánimo y la depresión. «¿Hasta cuándo, oh Señor, me dejarás aquí? —preguntaba—. ¿Cuánto tiempo más me mantendrás separado de Wanda y de nuestros hijos? ¿Cuánto más podré soportar?».
Dios respondió mis preguntas el 10 de abril de 2016, cuando fui trasladado de la prisión del NISS a una prisión normal. Esa noche, cuando se añadieron catorce nuevos prisioneros a mi ya sobrepoblada celda, Dios claramente me llevó a hablar con estos nuevos prisioneros y a compartir mi testimonio con ellos.
Los nuevos prisioneros eran de Eritrea, un país que yo había visitado por parte de VOM. Habían sido capturados al pasar por Sudán mientras huían de su opresiva patria. Después de conocerlos un poco, compartí mi testimonio y les presenté el evangelio. Varios de los eritreos escucharon atentamente, y dos de ellos tomaron la decisión de seguir a Cristo. A la mañana siguiente, los catorce fueron trasladados fuera de la prisión y nunca los volví a ver. Pero estoy seguro de que veré por lo menos a dos de ellos de nuevo en el cielo.
El Señor había convertido ese décimo día del mes, normalmente un día de desánimo y depresión, en un día de ministerio y celebración. Desde ese día en adelante, dediqué mi tiempo en prisión al Señor. «Si me permites oportunidades para compartir el evangelio, ¡me quedaré aquí todo el tiempo que quieras!», oré.
Experimenté un cambio radical de corazón, ya no me preocupaban mi juicio ni cuánto tiempo estaría en prisión. De hecho, incluso dejé de orar para que me liberaran de la cárcel. Simplemente me concentré en las personas que Dios ponía en mi camino cada día y le pedí que me usara para edificar Su reino mientras estaba en prisión.
Más tarde, en abril, recibí la visita de un funcionario de la embajada de la República Checa, quien me trajo una muy apreciada Biblia en checo. Después de casi cinco meses sin la Palabra de Dios, ¡estaba hambriento! Finalmente, pude sumergirme en las Escrituras.
Podía leer mi Biblia solo durante el día, cuando la luz natural entraba en mi celda, así que la leía desde las 8 de la mañana hasta las 4 de la tarde todos los días. Tenía que leer de pie, apoyado contra las rejas de la celda para que la luz cayera sobre las páginas. Tenía tanta hambre que leí la Biblia de Génesis a Apocalipsis en tres semanas, solo leyendo cuatro horas cada día.
A medida que encontraba diferentes pasajes que Dios me había traído a la mente durante mis largos meses sin una Biblia fue como encontrar una perla o recibir un abrazo amoroso de Dios. Escribí con rayones en la pared de mi celda esas referencias especiales para poder volver rápidamente a versículos como 1 Corintios 10:13: «No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana; pero fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar».
Dos pastores sudaneses, Kuwa Shamal y Hassan Abduraheem, estaban siendo juzgados conmigo. Fueron colocados en una celda frente a la mía, por lo que nos gritábamos versículos unos a otros a lo largo del pasillo.
—¡Lee Romanos 12:12!
—Gozosos en la esperanza; sufridos en la tribulación; constantes en la oración.
—¡Podemos regocijarnos hoy! ¡Podemos estar firmes en la oración!
Finalmente, nosotros tres y otro sudanés que había servido como mi traductor fuimos trasladados a una prisión donde había una capilla cristiana. Los cristianos en esa prisión se reunían casi a diario, por lo cual los pastores y yo teníamos muchas oportunidades para ministrar y estudiar la Palabra de Dios juntos. ¡Qué dulce compañerismo teníamos!
Me preocupaba que mis amigos sudaneses pudieran verme como la causa de su encarcelamiento y separación de sus familias, pero rápidamente me tranquilizaron: «Este es el plan de Dios», dijeron simplemente.
Nuestro juicio se prolongó, mes tras mes, y las audiencias ocurrían solo una vez a la semana. Éramos subidos en la parte trasera de un camión y conducidos durante una hora por carreteras calientes y polvorientas hasta el tribunal en el centro de Jartum. A veces llegábamos según lo programado solo para enterarnos de que el juez había cancelado las audiencias del día o que no había electricidad en el tribunal. Entonces dábamos la vuelta y regresábamos a la prisión.
Nuestros hermanos y hermanas cristianos sudaneses fueron de gran ánimo en estas audiencias. A menudo se reunían fuera del juzgado, con lo cual se arriesgaban a ser arrestados, para cantar himnos mientras nos llevaban al juzgado. Nunca olvidaré las lágrimas del pastor Kuwa cuando escuchó los himnos cantados en su idioma tribal fuera del tribunal. Nunca nos sentimos solos. No solo Dios, sino también Su cuerpo, la iglesia, estuvo sosteniéndonos con valentía durante nuestro juicio.
Algunos de los abogados comenzaron a decirme que me iría a casa pronto, y los prisioneros comenzaron a pedir mi ropa y mi manta después de escuchar que me iría. Pero yo no lo creí; tenía la certeza de que el tribunal me declararía culpable y que yo permanecería en la cárcel.
LA VIDA EN LA CÁRCEL
El 29 de enero de 2017 nos reunimos en el tribunal para escuchar el veredicto de nuestro caso. Mi suposición era correcta. Fui declarado culpable de múltiples cargos y sentenciado a cadena perpetua, lo que bajo la ley sudanesa significa veinte años. Sin embargo, las condenas adicionales añadieron otros cuatro años a mi sentencia.
El pastor Hassan y mi traductor fueron declarados culpables de ayudarme a cometer espionaje y sentenciados a doce años cada uno. El pastor Kuwa, quien ni siquiera estaba en Sudán durante mi visita, ya había sido liberado; era bastante claro que no podía haberme «ayudado e instigado» a cometer actos de espionaje.
Si bien esperaba que me declararan culpable, escuchar al juez decir «cadena perpetua» me golpeó fuerte. ¿Sobreviviría veinte años más en prisión? ¿Volvería a ver a mi familia? ¿Qué pensarían cuando escucharan esas terribles palabras? Pero también me consolé con la promesa que le había hecho a Dios. Le había dicho que estaba dispuesto a permanecer en prisión siempre y cuando Él me usara. Claramente, tenía un plan para mí allí.
“EL SEÑOR HA HECHO GRANDES COSAS POR NOSOTROS”
Después de nuestra condena y sentencia nos trasladaron a la prisión de Kober, el lugar preferido para los presos «políticos».
El 23 de febrero de 2017 me senté en el patio de la prisión y leí el Salmo 126:
Cuando Jehová hiciere volver la cautividad de Sion, seremos como los que sueñan. Entonces nuestra boca se llenará de risa, y nuestra lengua de alabanza; entonces dirán entre las naciones: Grandes cosas ha hecho Jehová con estos. Grandes cosas ha hecho Jehová con nosotros; estaremos alegres…
A los pocos segundos de terminar el Salmo, el comandante de la prisión se me acercó y me dijo: «Petr, hoy serás liberado».
¡Sentí que estaba soñando! Cuando mis compañeros de prisión oyeron la noticia se regocijaron conmigo y gritaron de alegría. La liberación de un preso siempre es una noticia alentadora en una prisión, aunque los demás también estén ansiosos por ser liberados.
Fue un momento de alegría mientras los otros prisioneros me abrazaban y se regocijaban por mi liberación. En su fidelidad, Dios de nuevo me había preparado para la feliz noticia unos segundos antes en el Salmo.
La primera carta que le había escrito a mi familia incluía estas palabras de aliento: «Por favor, sean fuertes en el Señor y confíen en Él que Él tiene el control. Él es el que tiene las llaves de mi celda». Después de 445 días en prisión, Dios usó esas llaves para abrir la puerta de mi celda.
Tres días después estaba sentado en un avión al lado del Ministro de Relaciones Exteriores de la República Checa a punto de salir del aeropuerto donde había recibido esa palmada en el hombro catorce meses antes.
Estoy tan agradecido por aquellos que oraron por mí y mi familia durante mi tiempo en prisión, y estoy agradecido con Dios de que el pastor Hassan y mi traductor también hubieran sido liberados. Regresar a casa después de haber sido sentenciado a cadena perpetua me ha dado una perspectiva interesante. Aunque le di mi vida a Cristo cuando tenía 15 años creo que ahora tiene más significado cuando digo: «Señor, el resto de mi vida es Tuya. Me sacaste de la cárcel. Me salvaste de una sentencia de cadena perpetua. El resto de mi vida es Tuya; está en Tus manos. Aquí estoy. Quiero servirte por el resto de mi vida».
Esta es mi decisión: buscaré la voluntad del Señor y haré lo que Él quiera hasta que vaya a encontrarme con Él algún día.